¿Cómo no emocionarse con Central y la historia que está escribiendo?

Una fuerte expectativa hay en el publico santiagueño que viajará a Mendoza.

*Por Ernesto Picco*

Vivo a cien metros de la cancha de Central Córdoba y fui una sola vez en mi vida.

Ocho o nueve años tenía.

Me acuerdo que había tres gordos puteando en la popular. No me acuerdo si al árbitro o a los jugadores. Sí me acuerdo que éramos muy pocos parados en la tribuna de cemento caliente abajo del sol rajante. No me acuerdo del rival. Me acuerdo que hubo un gol. Que los gordos lo gritaron, que mi viejo intentó imitarlos y que yo no sentí nada. Y que después de esa vez no volvimos nunca más.

Mi viejo era hincha de Independiente, por herencia de mi abuelo. Yo todavía no me había vuelto el hincha bastante fogoso de River que soy hoy. Y ahora que se viene la final histórica del próximo viernes 13 me acuerdo de esa tarde que hacía mucho no venía a mi memoria, porque me he dado cuenta de algo importante.

Me hice gallina poco tiempo después de que mi viejo me llevó aquella única vez a la cancha de Central. Porque algo que hacíamos siempre era ir a comer a una pizzería que quedaba a dos cuadras en sentido inverso a la cancha. Ahí pasaban por la tele los partidos de la Primera División argentina.

Me acuerdo del momento exacto.

Está terminando un partido feo y aburrido entre River y Ferro Carril Oeste del Apertura 1994. Tiro libre para River adentro de la medialuna rival. Francescoli está parado frente a la pelota con las manos en la cintura, pensando. Es la primera vez que lo veo al uruguayo. Estamos a mil doscientos kilómetros de distancia. Yo estoy comiendo una piza y el parado en el borde de la medialuna del arco de Ferro Carril Oeste. A su lado está Cedrés mirándolo fijo. Dos pasos más atrás, Rivarola se dobla con las manos en las rodillas tomando aire, exhausto. Rivarola es un zaguero rústico que le pega con un fierro. Está ahí por costumbre, pero ahora no es una amenaza porque se nota que no da más. El Enzo le señala algo a los compañeros que están adentro del área mientras los rivales verdes arman una barrera con nueve jugadores. Nueve, como el número que lleva el uruguayo en la espalda.

Estira el brazo flaco que con la camiseta blanca manga larga que le flamea en el aire parece una bandera y no un brazo. Y lo que sigue es un movimiento sutil. Mínimo. El nueve puntea apenas la pelota con el botín derecho en dirección al otro uruguayo que tiene al frente. Cedrés levanta la planta del pié para detenerla, como si hiciera falta. La pelota se frena justo bajo su suela. Es todo suave, como si estuvieran jugando con un globo que pudiera reventarse a la mínima falta de delicadeza. Y con ese cuidado, el Enzo avanza un paso corto y le da con su pierna derecha que parece un palo pero es un pincel. La pelota se eleva recta, despeina a los dos jugadores verdes del medio de la barrera que salta. Cruza el área en dirección al palo izquierdo del arquero Pogany, que reacciona con un paso en esa dirección. Y ahí, en medio del trayecto, lo inesperado: la pelota baja la velocidad, cambia de dirección y desciende.

Son tres segundos y medio en los que recorre dieciséis metros: abandona el pincel de Francescoli, despeina a los dos de la barrera, se eleva y cambia de rumbo en el aire. Todo muy despacio. Todo menos el giro frenético sobre su propio eje que le da la comba mientras se le despintan los gajos y los dibujos. El Enzo engaña a Pogany que ahora ya ha dado el paso en falso e intenta volver. Regresa dos pasos a la izquierda y se arroja como baleado.

Tarde. La pelota ya lo ha pasado y hace algo que no es exactamente entrar al arco. Es como si se estacionara. Se estaciona liviana en la base del palo derecho. Con una levedad increíble la pelota se frota contra la parte interna de la red y da tres botes bajitos, como sin fuerza. Porque al Enzo no le hace falta la fuerza para hacer goles, ni para gambetear ni para pasar. Pogany se estrella en el piso, el Enzo corre a festejar con los brazos en alto. Le flamea la camiseta bandera. Los compañeros los siguen. Un camarógrafo que intenta inmortalizar el festejo se tropieza y cae rodando a los pies del nueve que va hasta el alambrado. Todos lo siguen. Jugadores y más fotógrafos.

Mientras el partido termina, la televisión repite dos veces en cámara lenta el gol que ya parecía en cámara lenta. Era un partido anodino, de mitad de campeonato, que venía cero a cero. Noventa minutos de tedio que valen la pena por esa belleza de tres segundos y medio del final.

¿Cómo no enamorarse de un equipo que tiene un tipo que puede tratar así a la pelota? ¿Cómo no emocionarse con ese movimiento que parece una coreografía ensayada pero es pura invención y consecuencia del momento? La camiseta que flamea, el compañero que la acomoda, los rivales que saltan, la parábola como si quedara pintada, el arquero que va y vuelve, los tres botecitos, la explosión. Aquella escena mágica ocurría en ese mismo momento a mil doscientos kilómetros de donde nosotros la mirábamos. La cancha explotaba tan distinta a los tres gordos de la popular.

El gol del Enzo ocurría a mil doscientos kilómetros de aquella cancha donde el fútbol “nuestro” se jugaba todos los domingos pero nosotros habíamos ido una sola vez, más por la curiosidad de mi viejo que porque le interesara realmente un partido de Central Córdoba. A mil doscientos kilómetros de la cancha de Central, veíamos en la imagen descolorida del televisor de la pizzería el gol de River. Y yo quedaba enganchado a esa emoción para todo el viaje: siguieron la Libertadores con los goles de Crespo, las gambetas inimitables del burrito Ortega, la rimbombante química juvenil de Aimar y Saviola, el gol de Cuevas a Rácing, y una seguidilla de nueves magníficos: Salas, Cavenaghi, Ángel, Falcao, Abreu, Trezeguet, Alario, Pratto. Y claro, también la eliminación de la Libertadores con el gol de Palermo en muletas, las campañas pornográficas de Bianchi, el penal pifiado de Pavone contra Belgrano, y el año más largo de nuestras vidas en la B. Pero también el año en que nos sentimos más hinchas que nunca. Y después Gallardo, que armó cuatro equipos distintos en cinco años y siempre jugó a lo mismo y nos malacostumbró a festejar seguido.

Hasta el sábado, en esos cinco minutos horribles contra Flamengo. El fútbol es siempre imprevisible y por eso es hermoso e injusto: el que fue quizás el partido mejor jugado de la era Gallardo fue a la vez el más estúpidamente perdido.

Ahora la oportunidad de recuperar algo de alegría llega en una final impensada con Central Córdoba. Va a doler pase lo que pase. Va a doler si perdemos otra final. Y si ganamos, me va a doler gritar los goles. Porque Central no es un equipo de fútbol. Para los santiagueños es algo que excede al deporte. Es una metáfora ilusionante sobre la posibilidad de las provincias rezagadas de salir del rezago. De ser mejor de lo que se parecía estar condenado a ser desde siempre y para siempre. Es la idea de que si haces bien las cosas, puedes codearte con los de arriba y brillar.

¿Cómo no emocionarse con Central y la historia que está escribiendo? ¿Cómo no enamorarse de un club que desciende de la B Nacional al Torneo Federal, pero en la derrota banca a su técnico, se rearma, y al poco tiempo festeja dos ascensos en un año y medio? ¿Cómo no admirar a un equipo que es el más chico del campeonato más grande de la Argentina y aun así sale con la misma furia a atacarlos a todos?

El problema es que no hay que salir a hacer un censo para saber que en Santiago hay más hinchas de River o Boca que de Central Córdoba. Quizás hay también más hinchas de Racing o San Lorenzo. La experiencia provinciana con el fútbol es tan diferente a la de las grandes ciudades. La tele, que se hace en la macrocefalia porteña donde se fabrican nuestros sueños y ficciones orientadoras, nos ha puesto a tantos, sin darnos cuenta, camisetas que no eran las nuestras. Porque en la mayoría de las provincias con el fútbol nos ha pasado igual que con casi todas las demás cosas: siempre parece que lo posible está afuera, que lo importante está lejos. Era como si el fútbol de aquí fuera una cosa desteñida y triste. Terrosa. De poco pasto. El fútbol de verdad se jugaba en Buenos Aires, veces en Córdoba o Rosario.

Ahora Central Córdoba está aquí, mostrándonos que eso era mentira.

Sin embargo, como dice el personaje de Guillermo Francella en El Secreto de Sus Ojos, se puede cambiar de cualquier cosa pero no se puede cambiar de pasión. Esa emocionante mística de Central, que entrena aquí al lado de mi casa, no alcanza para desconectar con veinticinco años de emociones riverplatenses vividas a la distancia pero compartidas con todos los amigos con los que nos abrazamos en las victorias y en los fracasos, mirando el fútbol por televisión. Y ahora me asalta el miedo de descubrimos hinchas de segunda clase. De poca monta. Hinchas de sillón. El hincha de verdad va a la cancha. Porque la cosa era al revés. El fútbol de verdad no era el de allá. No estaba lejos. El fútbol de verdad había estado aquí todo el tiempo, al lado de mi casa.

Mis amigos y yo seguiremos alentando a River. Seguiremos emocionándonos con los talentos y las victorias de los nuevos jugadores y de los viejos partidos. Seguriemos compartiendo la tristeza en los fracasos. Pero hoy sabemos que sentimos distinto. Hoy me dan envidia los tres gordos que puteaban aquella tarde que fuimos con mi viejo a la cancha hace tanto tiempo. Estoy seguro de que hoy, si viven, son dueños de una felicidad futbolera mucho más grande de la que los hinchas como nosotros podremos experimentar jamás. Aunque veamos una y otra vez la brillante corrida del Pity Martínez en Madrid, difícilmente se pueda sentir tan visceralmente como el zapatazo del Kily Vega que agujereó el arco de Lanús en la semifinal de la Copa Argentina en La Rioja. Me da sana envidia por esos hinchas de Central que pueden sentirlo. La victoria más grande en medio de un racimo de otras victorias memorables no debe asemejarse a nada a la victoria que se alcanza después de haber estado abajo tantos años, acompañando con el cuerpo en las malas y de pronto encontrarte en lo más alto. El desahogo de tantísimos años de espera. El gol hecho por un vecino.

Larga vida al fútbol nuestro, a ese al que los enamorados del fútbol brillante de la televisión llegamos tarde. Y al que ya nunca podremos llegar.

*Ernesto Picco* es Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Es coordinador y docente de la Licenciatura en Periodismo de la UNSE.
Publicó crónicas y reportajes en Anfibia, Infojus, Cosecha Roja y Cabeza. Ha sido guionista de la serie documental “Santiagueños” para Canal Encuentro.
Este año fue elegido ganador de la Beca Michael Jacobs de crónica viajera 2019, que otorga la FNPI – Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, el Hay Festival y The Michael Jacobs Foundation for Travel Writing.

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